15 de septiembre de 2009

En el parque

Tumbado sobre la hierba, observaba las burbujas que formaba el vidrio dentro de su canica.
- ¿Qué hay ahí dentro que tanto te interesa, pequeño?
Dani apartó por un momento la mirada de la pequeña esfera que sostenía entre sus dedos y sus ojos se detuvieron en el anciano que le hablaba desde arriba. Era un hombre de unos setenta y pico con pinta de indigente, pelo blanco y mugriento y ojuelos de ratón velados tras los cristales de unas gafas enormes y rayadas. Su madre le había advertido que no hablara con esa gente, pero ella ahora no estaba.
- Mis sueños- contestó, volviendo de nuevo a su canica.
- ¿En serio?- el viejo se sentó con gran esfuerzo junto a Dani y pegó sus gafotas a la canica para poder observarla más de cerca- Vaya, bonitos sueños. ¿Son todos tuyos?
- Claro.
- Tienes un montón, ¿me prestarías unos pocos? Yo perdí los míos hace tiempo.
Dani volvió la mirada de nuevo al anciano. De cerca no parecía tan viejo, y sonría en espera de una respuesta. El niño sintió compasión.
- Haré algo mucho mejor que eso- dijo, y sacó de su bolsillo una pequeña bolsa de cuero- Tengo un montón de esferas de los sueños aún por llenar, cógelas todas, son para ti. Así podrás poner todos tus sueños dentro de ellas y no volverás a perderlos.
El anciano cogió la bolsita que el niño le tendía y la guardó en su macuto lleno de agradecimiento.
- Muchas gracias, pequeño, estoy seguro de que, a partir de hoy, todo será diferente para mí.
- No hay de qué, a mí con una de ellas me basta.
Dani se despidió de aquel extraño, y mientras caminaba con su canica en el bolsillo, se preguntaba cómo un hombre adulto no sabía aún que no es necesaria una esfera para guardar los sueños, sino que se pueden guardar en cualquier sitio, siempre que recuerdes dónde los pusiste.