3 de julio de 2014

La máscara

Las primeras tres o cuatro horas son soportables, casi no noto que la llevo puesta. Pero después de doce horas se vuelve pesada y molesta, la cara me empieza a sudar y la combinación del látex y el sudor me produce rozaduras y urticaria. A medida que pasan las horas se me va haciendo más y más difícil mantenerla en su sitio, y hay momentos del día en que temo acabar arrancándomela delante de todos y mandándolo todo al infierno. Pero nunca lo hago. Sencillamente no puedo. ¡He conseguido tantas cosas gracias a ella! De hecho es gracias a ella que sigo manteniéndome a flote. Algunos días, incluso, me siento más cómoda con ella que sin ella. Esos días son los peores. Se agarra a mi rostro como una segunda piel y me cuesta un horror desprenderme de ella. Y, cuando por fin me la quito, no reconozco a la persona que me mira desde el otro lado del espejo, toda la cara enrojecida y marcada por el látex y las gomas.
Sé que no soy la única que la lleva. De hecho, prácticamente todos llevan una. O varias y las van alternando según la ocasión. Yo no estoy segura de cuántas tengo, posiblemente más de una, pero son tan parecidas que es difícil distinguirlas. A veces me pregunto cómo consiguieron los demás las suyas. Tal vez se las regalaron sus familiares y conocidos cuando eran pequeños, o las fabricaron ellos mismos para no sentirse diferentes. Ya ni siquiera recuerdo cómo conseguí yo la mía, si me la regalaron, la fabriqué o la robé. Y tampoco recuerdo, por supuesto, cuándo fue la primera vez que me la puse, pero debió de ser hace mucho tiempo.
Algunos días pienso que todo lo que tengo es gracias a ella que me mantiene protegida y a salvo, lejos de miradas inquisidoras y juicios crueles. Y otros días sencillamente me pregunto si no sería la vida más fácil si todos prescindiéramos de nuestras máscaras y les mostráramos al mundo nuestro verdadero rostro.

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